Para ella amanecer en Caracas y especialmente en su cama luego de más de doce horas de viaje, era sencillamente extraordinario.
Las primeras luces del amanecer y el canto de los periquitos la despertaron. Se animó a levantarse pero con tanta quietud arrullándola pronto desistió. No podía desperezarse y sentía que el cuerpo le pesaba una tonelada.
Después de tres respiraciones profundas y varios amagos que terminaron en reacomodos con la almohada, su estómago se quejó del hambre y recordó que no había comido desde la tarde anterior.
La comida de los aeropuertos nunca le resultaron muy atractivas, y viajando sola menos se le podía ocurrir sentarse a ordenar nada. Su última comida había sido un sándwich de queso en el avión y varios cafés.
El estómago volvió a quejarse y no lo pensó más, decidida a salir de los brazos de Morfeo sacó uno a uno los pies de la cama, apoyó codos y manos en uno de sus costados y se levantó. A pies descalzos fue directo a la ducha para enjuagar todo su cansancio.
La noche anterior había planeado sorprender a su hija con un suculento desayuno de corte materno y criollo. La joven había llegado dos semanas antes de los Estados Unidos luego de siete meses de duro trabajo y no había tenido tiempo de descansar, afirmando con gran entusiasmo que acá le había esperado mucho más que no pensaba rechazar. Estaba enérgicamente decidida a independizarse y absolutamente agotada.
En cuanto llegó a la cocina su gata la saludó amorosa restregando el grácil cuerpo contra sus pantorrillas, y con agudos chillidos, reclamó su desayuno. De inmediato la mujer sacó la bolsa de gatarina del estante y mientras le acariciaba la cabeza peluda le sirvió una tacita. También la había extrañado.
Servida ya la primera chiquilla pasaba a la segunda, montó la cafetera y sacó el budare del horno. Quería hacer unas arepas con huevos revueltos y rellenarlas con queso blanco, de solo pensarlo se le hacia agua la boca. No podía negar que la media luna Argentina tenía su encanto, pero nada se comparaba con una arepa recién hecha de perico con tomates y cilantro.
Mientras colocaba el pesado budare de hierro en la hornilla pensó en la curiosa costumbre venezolana de utilizar el horno para guardar ollas y utensilios varios, y en lo extraño que se sentía tropezar con hornos desolados en el extranjero. Muy desafortunado.
Pero si algo estaba desolado ahora era el refrigerador. Al abrir la puerta la luz salió disparando su brillo por todo el lugar al no encontrar casi nada con que tropezarse. El refrigerador de cuatro niveles, tres gavetas y dos puertas, estaba ocupado por una bandeja plástica con comida a medio consumir, una bolsa de lechuga cortada ya marchita, y en una pequeña cazuela dos huevos de apariencia sospechosa junto a un ají.
La mujer se detuvo en seco. Desanimada con tal panorama supuso que, su hija un poco por flojera de cocinar para ella sola, y mucho por no gastar, sobretodo ahora que aprendió lo duro que puede resultar el conseguir dinero; optó por olvidar frutas y cualquier otro alimento que resultara oneroso.
A su mente regresaron los pálidos y fríos sándwiches que comió en los dos aeropuertos y decidió que ambas merecían un poco de consentimiento para sus golpeados estómagos y corazoncitos. Se colgó la cartera, tomó las llaves del carro y salió al supermercado dispuesta a gastar solo lo necesario, para no dar mal ejemplo a la chica que iniciaba su vida de autonomía.
La ciudad estaba cálida y muy luminosa y el tránsito suave invitaba a ir despacio. Al parecer el café había apaciguado un poco el hambre, así que se relajó para disfrutar el reencuentro con las calles y comercios ya familiares.
Perdida en sus pensamientos pasó de largo el supermercado. Unos minutos más tarde y sin ninguna conciencia en el camino estaba estacionando en el conocido bodegón de comida árabe. Anteriormente había sido hipnotizada por el lugar un par de veces pero esta vez no lo había calculado, su inconsciente la arrastró hasta los maravillosos, acolchados, y suaves dátiles importados. Hacía tanto tiempo que no los comía que no tenia idea de lo mucho que los extrañaba.
Apenas entró en el lugar el aguacero de aromas de platos típicos árabes recién hechos la inundó por completo, y de repente ya no era dueña de sí. Como subida al tapete mágico de Aladino avanzó por el pasillo arrastrada por el bálsamo de las aceitunas frescas, los dulces de bizcochos de naranja y almendras, semillas y ciruelas, hasta podía sentir la punta de sus zapatos rasguñando el piso.
Finalmente llegó triunfante hasta el mesón donde la esperaba una vendedora con una cajita plástica en la mano. La mujer tenía tanta hambre que aquello le pareció un banquete de sultán. Olvidó por completo la arepa que había salido a buscar y se concentró en el tazón grande de corpulentos dátiles. Sentía que le recordaban algo que no podía entender.
La impaciente vendedora batía ahora mas fuerte la cajita vacía frente a ella. Y ya harta de tanta duda le ofreció uno para que probara esperando apurara su decisión. Remató la venta informándole que venían de Palestina.
Pronto toda ella mordía con ojos cerrados la suavidad y el dulzor de aquella fruta traída del oriente lejano. No sabía el porque aquella delicia siempre la llevaba a otros mundos, pero sospechó que tal vez era el recuerdo de alguna vida pasada. Eso lo explicaría todo.
Salió de ahí con una caja grande de dátiles palestinos y muy segura de esa otra vida, directo a comprar dos empanadas.

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