Hay dos cosas que me llaman terriblemente la atención: la inteligencia de los animales y la bestialidad de los humanos.
Flora Tristán
El pinchazo de la enorme aguja se sintió como flecha de fuego forrada de hojillas filosas al desgarrar el brazo, la piel, las pecas y la vena.
En la sala de emergencia la joven enfermera, luego de dos fracasos seguidos, sigue empeñada en mostrar su pericia en tan necesaria acción, y con la punta de la lengua apretada entre los labios, mueve en todas direcciones la jeringa dentro de mi lastimado brazo. Insiste entre murmullos que, atrapar venas es su verdadera pasión.
Yo desaparecí pegada al techo, y el tubo plástico conectado a la aguja, seguía seco como el alma de esta mujer. –La hidratación es pertinente en los estados febriles – repetía como eco desgastado, tanto que casi me convenció de tener la culpa de todo. Que lo peor no era haber sido envenenada, lo grave era estar deshidratada.
– Las venas se secan señora y eso no coopera con nuestro trabajo -. ¿Porqué me tenía que tocar una enfermera nueva?. Ya harta de tal desventura, bajé del techo y con la mano libre le apreté la suya. Le dije mirándole a los ojos mientras me ahogaba con la tos – basta! qué venga alguien que sepa -.
Tres horas antes, los vecinos de la zona esperábamos con ansias al camión de la alcaldía que fumigaría jardines y calles, para acabar con la invasión de moscas y zancudos.
Nos tenían azotados desde el inicio de la temporada de mangos. Las recetas con vinagre, limón, hasta ensalmes y velas, parecían solo dulces aromas para los voraces insectos. Se podían ver a toda hora cayendo en picada sobre todo ser vivo.
Manotazos al ritmo de maldiciones en cocinas, baños, porches y terrazas. Asco y miedo. «Es por las lluvias y por los mangos», dijeron. ¿Acaso eso no es ser afortunados?
De un respingo saltaba la gente al sentir las diminutas patas rozándoles la piel; y lo peor, el temible pinchazo del aguijón posiblemente infectado con dengue.
En fin, en cuanto escuchamos el fuerte zumbido de la manguera escupiendo el chorro de gas blanco, todos salimos a las calles alborotados. Pedían a gritos que abrieran las puertas para pasar hasta los jardines para así, hacer mas eficiente el trabajo; y yo muy dispuesta a colaborar, apurada me asome a la puerta de la calle.
El camión venia por la esquina largando a presión, y de lado a lado, el tan esperado humo inmaculado. Y a pesar de estar aún lejos, me detuve en seco al percibir el olor ácido del veneno que golpeó como portazo mi nariz, moviendo pestañas, copete y labios.
Sentí un extraño latigazo en el pecho y supe, que la huida era mi única salida. Como cucaracha en peligro, insecto que sabemos no conoce la extinción, cargue al perro y a la gata y corrí rampa arriba a encerrarme con ellos en la casa.
Y efectivamente esa tarde, luego del paso del eficiente asesino, moscas y zancudos cayeron junto conmigo.
Viaje a infiernos con humo blanco, unos de veneno y moscas, otros de mascarilla que rocían frío. La vida se vuelve dudosa a través de lentes empañados
Un enfermero joven me pregunta cómo me siento. Qué puedo responder si siento todo, mis brazos pinchados, el hedor a cloro, la mascarilla apretando mi cara, y revolotea de nuevo frente a mí, alba humarada. Pero esta es amable. Me vence una lágrima y respiro aliviada.
Mi pensamiento solidario vuela sobre las afortunadas cucarachas que, airosas, logran huir desde hace siglos de aerosoles y zapatos humanos.
Un guapo doctor interrumpe mi delirio. Tal vez piensa que aún me duelen los magullados brazos, y amablemente revisa, acariciando sin malicia, los moretones tatuados.
Ahora, aprieta dulce mi mano y me convence de dejarme, por una muy experta enfermera, tomar la vía en otra de mis venas. Suspiro resignada, solo fue una coartada.
Idilio roto, aguja delgada, vena atrapada. Luces menos blancas. La verdad, podría ser cucaracha.

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