Se ha vuelto tan difícil el tomarse tan solo un rato para alejarse de todo y disfrutar de la naturaleza, que le damos fuerza suficiente a cualquier acontecimiento fuera del plan, para desbaratar la ricura del momento y dejar sembrado el pinchazo de la duda, de si valió la pena el esfuerzo.
El pequeño cangrejo albino rozó mis pies cubiertos por la arena y me regresó de nuevo a la playa. A pesar de la lluvia del día anterior, la mañana estaba luminosa y cálida, y lo mejor de todo era el estar sola en la bonita y pequeña playa de Caraballeda.
La brisa marina arrastró un suave olor a pescado salado que se mezcló con mi café, y agradecí haber llevado el termo floreado de metal que, por lo menos, lo conservaría caliente. Había decidido disfrutar del fin de semana cómo fuera, por lo que con nuevo impulso retomé el pretencioso ritual de tomar el desayuno rodeada de mar azul, y no como de costumbre, en el comedor del apartamento.
Para ello había dispuesto en la improvisada mesita de madera unas tostadas con queso y mermelada, un trozo de torta de naranja y algunos pedazos de patilla cortada; cosa que no debe faltar en ningún paseo playero que se respete.

Para mi madre la patilla era de carácter obligatorio en la salida de los domingos a las playas del lago, en la Rita o el Moján.
Tres carros repletos hasta el techo de primos, madres, tíos, abuela, perros, comida y cervezas, se estacionaban debajo de algún almendrón o cocotero. Los niños con el traje de baño debajo de la ropa saltábamos enloquecidos hacia la orilla desvistiéndonos en el camino, para estrellarnos felices contra el agua color verde aceituna.
Luego de un rato con el sol achicharrándonos hasta la risa, salíamos con manchas de petróleo en trajes de baños y cueros, a buscar nuestro correspondiente pedazo de patilla fría. –Para que no se deshidraten y esta noche duerman tranquilos– gritaba mi abuela.
Realmente solo funcionaba para calmar la sed de un rato. Siempre terminábamos con calentura en la noche y buscando el alivio de la piel insolada, embadurnados de harina o talco.
Varios niños llegaron corriendo con respectivos tobitos, palas de arena, bulla y familia. Me sentí realmente afortunada de haber escogido la esquina menos frecuentada de la playa, rodeada de piedras atestadas de cangrejos.

Mordí un bocado de la tostada y parte de ella y del queso cayó sobre mis piernas y la silla. Incómoda y casi convencida de que el picnic no había sido buena idea, decidí caminar descalza por el muelle, alejarme de la gente, y ver de cerca a las gaviotas con sus alas desplegadas al viento.
Un agudo y repentino pinchazo en la planta del pie me hace saltar de manera tan desproporcionada, que casi caigo al suelo.
Mientras lidio con el equilibrio para no desparramarme, veo que un soberbio joven con marcados músculos y vestido de short, hace amago para venir en mi auxilio. Entonces, tras un esfuerzo sobre humano y cuidando no verme tan deplorable, logro poner ambos pies en el suelo aguantando el equilibrio.
Aunque ahora por el nuevo pinchazo de la piedra, el dolor es mas penetrante, con el ego lastimado y falsa sonrisa le indico con una mano que estoy bien, que no tiene de qué preocuparse.
El muchacho luego de mirarme con esa compasión que a las mujeres de mas de cincuenta nos hace sentir como de ochenta, me sonríe y se zambulle de cabeza en el mar desde lo alto del muelle, ostentando toda su audaz y vigorosa juventud.
Me siento más patética que nunca, y sin ninguna pretensión de ocultarlo, apoyo el trasero en la pared del muelle, monto una pierna encima de la otra, y saco rápido la pequeña piedra incrustada. Y después de tanta desvergüenza suelto un quejido que pone a las gaviotas en alerta. Supongo que adivinaron mi pena porque desinteresadas regresaron a lo suyo.
Insisto en mi curiosidad y me acerco un poco más para ver si me conecto con esa energía envidiable de placidez y alzo los brazos al cielo, imitándolas. El viento fresco me acaricia completa, con tanta delicadeza y fuerza a la vez, que siento que puedo volar. Y tal como se veía de lejos, es maravilloso.
Me quede así, extasiada volando con mis brazos desplegados por blancas nubes, a lo sumo un minuto. Hasta que la más grande de ellas me observó suspicaz, y sin dejar de mirarme emprendió el vuelo. Las demás la siguieron. Entendí resignada que de mí, estaban huyendo.
Cojeando y profundamente arrepentida de haberme quitado las sandalias, regresé a la playa acomodándome el sombrero. Y me quedé hasta caída la tarde bebiendo café caliente mezclado con aroma de pescado, saboreando ese único minuto maravilloso de vuelo, imitando a las gaviotas.

Deja una respuesta