Pica, pica, patitas diminutas caminan dispersas por toda la cabeza. Pica, pica otra vez. Gigantes dedos alborotan el cabello y rascan insistentes la piel, desordenan la capa de mugre que laboriosos y desprevenidos piojos quieren comer.
La mujer dejó de escribir y soltó una traviesa sonrisa al sentir el picor fugaz en su cabeza, que le disparó el repentino recuerdo de aquellas mágicas tardes en Tia Juana, cuando apoyada sobre las piernas de su abuela, escuchaba sus entretenidas historias mientras le sacaba los piojos. Podía verlo tan claramente, que hasta sentía el suave olor del aceite de coco en su cabello.
Las rutinarias y silenciosas faenas de limpieza comenzaban luego de la acostumbrada siesta, y de una gustosa merienda de arroz con leche o dulce de limonsón. Niña y señora acompañadas del perro y dos tortugas traídas desde Cabimas, se sentaban rodeadas de matas de rosas a tomar la brisa amable y refrescante que llegaba después del acostumbrado sofoco diurno en la Costa Oriental del Lago.
El siempre florido árbol de apamate ubicado en el patio lateral de la casa, servía como cobijo y lugar ideal para el camuflaje de posibles miradas imprudentes en la, no bien vista actividad, de espulgar las cabezas de las criaturas.
Ahora que lo pensaba, no había tenido ese problema de contaminación con sus hijas. No estaba segura si era por la época, o si porque en el campo se hacía mas difícil controlar a tan empeñosa población del reino animal, pero de lo que si estaba segura, es que no faltó plan que su madre no intentara para acabarlos de las cabezas de sus críos.
Jornadas domingueras con la tía y la abuela armadas de peines de cerdas finas, lavados con kerosén, rociado con insecticidas, talcos resbaladizos, jabones con trementina y demás mezclas recomendadas, eran untadas en medio de gritos y patadas, a los pobres chiquillos.
Sus hermanos y primos siempre alertas, corrían despavoridos al verse amenazados por los preparativos del evento de desinfección; mientras que sus primas y ella, casi siempre desprevenidas con las muñecas, resultaban retenidas de inmediato y colocadas en primera fila para recibir la última y eficaz fórmula, forrada con una ingenua etiqueta de esperanzas y certezas.
Luego de la batalla campal librada para la aplicación del producto, niños y niñas quedaban totalmente despeinados, rojos, y llorando desconsolados por las quemaduras en el cuero cabelludo, producto de tantos menjurjes tóxicos recibidos. Demoraba más que calmara el ardor de la piel en las cabezas de los angelitos, que el retorno de los bichos y su creciente y nueva población de liendres.
Pero para las jornadas privadas con su abuela y su peine, ella siempre estuvo totalmente ganada. Estas eran por el contrario, calmas y llenas de delicadeza. En cada arrastre de piojo abrazado a mechones de cabello, la niña recibía una dulce y repetida caricia. Eran largos y resbaladizos pellizcos rechinantes en aceite, acompañados de cuentos y aventuras protagonizadas por su abuela, que la dejaban adormilada.
En cuanto la señora quedaba satisfecha con la respetable colección de insectos conseguidos, se dejaba llevar por el viento y el aroma de las flores cercanas, y se adentraba aún más en los recuerdos de su infancia y adolescencia de principios de siglo.
Entonces, juntas emprendían el viaje a su pasado aventurero que, ahora la mujer frente a la maquina de escribir podía entender, adornaba con seductor y diestro lenguaje de escritora natural, para que disfrutara al igual que ella, de increíbles relatos que hacían volar su imaginación; hasta lograr visualizar con mucha precisión esa época tan curiosa y distante.
Muchas veces de niña le costaba entender y se llenaba de culpa, al pensar que después de tantas hazañas vividas, su abuela se conformara con solo cuidar nietos, regar matas y cazar piojos por las tardes. La abuela siempre se rió ante su pregunta insistente, y divertida se apuraba a contarle más.
Ahora también podía entender que su ingenuidad y asombro ante los relatos, eran el combustible que la abuela necesitaba para echar a andar cada día, su maravillosa y colorida fábrica de historias. Y aunque siempre supo que esas estupendas tardes con jalones de cabello, peine enredado, piojos y aceite de coco, la llevaron a enamorarse del arte de escribir; ahora con hijas en edad de convertirla en abuela comprende como nunca, que en ese entonces su abuela solo estaba salvando y pasando su legado familiar en ella.
Tendrá que conseguir alguna excusa, ojalá no sea con piojos, para contar sus propias historias adornadas de fantásticas aventuras, y pasar también a sus futuros nietos el legado familiar .

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