Foto tomada de istock
Miradas que esquivan callejones en ruinas, abismo que roza escenarios, uno de esplendor y belleza, otro, donde duele el frío y la pobreza. Como huesos fracturados, como ojos ensangrentados. El confuso farol enmohecido alumbra siluetas y charcos, rivaliza con la cerilla del anciano abandonado. A la vuelta de la esquina relucientes bombillas, cerebros altivos y perfilados, reposan sobre plumas de ganso. Neblina de fiebres enferma veredas, mancha los muros de luto. Pegotes de estiércol, aliento a pellejos, colman de tormento las callejuelas. No traspasa murallas con cortinas de seda, suntuosos bostezos ni collares de perlas. Solo abraza al paradero de sombras, de sueños arrimados, donde mujeres en vela y tez curtida, cambian placeres por comida. Mientras sus hijos, niños de rodillas desnudas y pegajosas manos, disimulan hambre y desdichas con risitas de dientes quebrados. Al final del callejón un perro flaco, entre las zancas del mendigo, alcanza a escuchar de lejos aullidos de canes con fortuna, esos que en alfombras peludas duermen a los pies de su amo. Pero el indigente descalzo ya no lo escucha, envuelto en periódicos viejos dormita sin asco, y en sus ropas vencidas lleva a escondidas, limosnas repletas de culpa. ¿Es el frío que lo arropa? ¿O el desaliento de la vida rota? Arraigo a la vida, pulso cansado. Como huesos fracturados como ojos ensangrentados. ¡Ay de los perros y los niños olvidados! Duele el llanto de los desamparados.
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